Revolución científica y “destrucción del Cosmos”
La revolución científica no solo creó un nuevo método de conocimiento para el ser humano, sino también alteró radicalmente la mirada del cosmos y nuestro lugar en este.
De sentirnos seguros en el centro de un universo finito y ordenado, a reconocernos como un pequeñísimo punto sin lugar especial dentro de un inmenso universo. La revolución desencadenada por Nicolás Copérnico no solo rompió con más de un milenio de geocentrismo, sino que forzó a abandonar el lugar que teníamos dentro del todo.
“No hace falta que insista en la abrumadora importancia científica y filosófica de la astronomía copernicana la cual, al quitar a la Tierra del centro del mundo, colocándola entre los planetas, minó los fundamentos mismos del orden cósmico tradicional con su estructura jerárquica y con su oposición cualitativa entre el reino celeste del ser inmutable y la región terrestre o sublunar del cambio y la corrupción.” (Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito 32)
Para Alexandre Koyré se trata de una verdadera “destrucción del cosmos”. Las nuevas ideas y el nuevo método de las ciencias consiguieron deshacer y recrear la mirada del universo. De uno finito, organizado y con finalidad, a uno infinito, matematizado, mecanizado y sin propósito dado. El ser humano queda fuera del centro de una totalidad que, además, revela dimensiones inimaginables, y cuyo ordenamiento —o falta de este— no ofrece con claridad un puesto humano en la totalidad del cosmos.
Y aunque la mirada del universo descubierto hasta Newton sufra cambios en el siglo XX, deja características y huellas esenciales —como se verá a continuación— que determinan hasta hoy cómo nos experimentamos y comprendemos dentro de la totalidad en la cual existimos.
La marcha de la revolución: de Copérnico a Newton
1. Copérnico: inicia
Más de 1 milenio tenía la concepción dominante del cosmos, el modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico. La Tierra estaba en el centro de todo, con los cuerpos celestes que eran visibles, girando en esferas concéntricas a su alrededor; y en el límite lejano del universo, se encontraba la última esfera compuesta de estrellas fijas. Y mientras la región terrenal sublunar era el lugar del cambio y la imperfección, en los cielos gobernaba lo perfecto y el lugar para la divinidad. Por esta razón, el modelo de origen helénico tuvo buena acogida (e intensa protección) por la Iglesia Cristiana. En efecto, se daba una armónica coherencia con las Sagradas Escrituras: Tierra y Cielo, lo Humano y lo Divino.
Ahora bien, el mismo anhelo de lo perfecto propio del helenismo antiguo, llevó a Copérnico a la insatisfacción con este modelo. Ptolomeo, para volver coherente su sistema con lo observado, añadió incontables epiciclos a la órbita de los planetas, violando la simplicidad y armonía del movimiento uniforme y circular que reclamaba el aristotelismo.
De este modo, en 1510, a sus cuarenta años, formuló siete axiomas en un manuscrito -Commentariolus- que prometía simplificar en solo 34 círculos toda la estructura y danza de los astros, con el Sol en el centro de todo. El giro copernicano comenzaba.
El manuscrito, que circuló sin publicarse, fue recibido inicialmente con indiferencia. Sin embargo, con el tiempo, adquirió fama y comenzó a instalar la idea: “el primer guijarro había caído en la charca y poco a poco, en el curso de los años siguientes, las ondas se difundieron en la república de las letras por obra de los rumores” (Koestler en Tamayo, La revolución científica 184).
Posteriormente, siempre bajo el temor de la censura de la Iglesia, Copérnico desarrolló su obra capital Sobre las revoluciones de los orbes celestes. Pero las guerras religiosas y la violenta censura de la época, lo mantuvieron sin publicar. Solo en 1543 —el mismo año de su muerte— con la guía y prólogo del principal teólogo de Núremberg, Andreas Osiander, publicó la obra, pero con un prefacio de advertencia. En este se señalaba que las ideas expuestas eran improbables, y que poseían solo un valor para el cálculo y algunas observaciones. Pero el modelo heliocéntrico de Copérnico había ya iniciado su lenta pero firme repercusión en la historia. A pesar de la resistencia de la Iglesia, futuros científicos y pensadores, comenzarían a derribar el viejo cosmos y descubrir el nuevo universo que se les abría.
De revolutionibus orbium coelestium (1543):
“…la primera y más alta de todas (las esferas) es la esfera de las estrellas fijas que se contiene a sí misma y a todas las demás cosas y que, por tanto, está en reposo.
…(Después de la esfera de las estrellas fijas) viene Saturno, que cumple su circuito en treinta años. Tras él, Júpiter, que se mueve en una revolución de doce años. Luego, Marte, que circungira en dos años. El cuarto lugar en este orden está ocupado por la revolución anual que, como hemos dicho, contiene a la Tierra con el orbe de la Luna como epiciclo. En quinto lugar, Venus gira en nueve meses. Finalmente, el sexto lugar corresponde a Mercurio, que efectúa su revolución en un espacio de ochenta días.
Pero en el centro de todo reside el Sol. Situado en este templo magnífico, ¿quién habría de poner la luz en otro lugar mejor que éste, desde el que puede iluminarlo todo a la vez? (…) Así, como en un real trono, el Sol gobierna la familia de los astros que están en torno suyo.” (Copérnico en Koyré, 35).
2. Bruno: imagina
Aunque más grande, el universo de Copérnico seguía siendo finito. Y aunque la Tierra ya no fuera el centro, nuestro Sol aún lo era; aún había una diferenciación con el resto del universo circundante. Pero en Italia, Giordano Bruno fue más allá. Como filósofo y teólogo, pensó e imaginó un universo infinito -a la altura de un Dios infinito y presente en todo. Un cosmos sin límites donde las estrellas eran tal como nuestro Sol, y en los cuales existían incontables mundos habitados como el nuestro.
De l’infinito universo e mundi (1584):
“Hay un único espacio general, una única y vasta inmensidad que podemos libremente denominar Vacío: en él hay innumerables globos como éste en el que vivimos y crecemos; declaramos que este espacio es infinito, puesto que ni la razón, ni la conveniencia, ni la percepción de los sentidos o la naturaleza le asignan un límite. En efecto, no hay razón ni defecto de las dotes de la naturaleza, de potencia activa o pasiva, que obstaculicen la existencia de otros mundos en un espacio que posee un carácter natural idéntico al de nuestro propio espacio…” (Bruno en Koyré, 43)
Pero esta nueva cosmovisión tuvo un alto costo para Bruno. En 1600 el Santo Oficio (la inquisición romana) lo llevó a la hoguera. Su mirada negaba dos principios claves del modelo antiguo: su finitud y su orden jerárquico diferenciado. Su panteísmo, en donde Dios se expresaba y manifestaba en una creación infinita, sacaba tanto al ser humano como al Sol del centro de todo, transformando el espacio infinito en un lugar en donde, en sentido estricto, era absurdo pensar en un centro como tal. Para Koyré, Koestler y Collingwood, esta descentralización del cosmos fue clave: la falta de dicho orden, la anulación de todo posible centro, habría causado en su época una impresión de anarquía y desconcierto.
“Así se magnifica la excelencia de Dios y la inmensidad de su reino se hace manifiesta. No se glorifica en uno, sino en incontables soles, no en una sola Tierra, sino en un millar, quiero decir, en una infinitud de mundos. (…) A un cuerpo de tamaño infinito no se le puede atribuir ni un centro ni una frontera. (…) Desde distintos puntos de vista, todos [los astros] se pueden considerar sea como centros o como puntos de la circunferencia, como polos o cenits y cosas por el estilo. Así, pues, la Tierra no es el centro del Universo, sino que sólo es central respecto a nuestro espacio circundante.” (Bruno en Koyré, 44)
3. Kepler: matematiza
El avance con Kepler comienza a consolidar la mirada científica del cosmos. Este no solo propone un modelo matemático del universo, sino que consigue formular algunas de las primeras leyes naturales fundadas en las matemáticas y la observación empírica.
Para él Dios era el “Gran Geómetra”, “el artífice de la obra más perfecta”, cuyo universo debía tener la forma de las matemáticas. A sus 25 años, en su obra Misterio cosmográfico, sostiene que el mundo y los astros están creados sobre un esqueleto invisible de figuras geométricas, los 5 cuerpos cuyas caras, ángulos y aristas son iguales.
Mysterium Cosmographicum (1596):
“Es mi intención, lector, demostrar en este pequeño libro que el Creador Optimo Máximo, al crear este mundo móvil y en la disposición de los cielos se atuvo a los cinco cuerpos regulares que han sido tan famosos desde los días de Pitágoras y Platón hasta los nuestros y también que en función de su naturaleza ajustó su número, sus proporciones y la razón de sus movimientos.” (Kepler, El secreto del Universo 64)
Pero Kepler, apegado a los ideales antiguos de perfección y al modelo copernicano, esperaba encontrar movimientos uniformes y órbitas circulares. Sin embargo, el nuevo espíritu de la ciencia lo empujaba a buscar mayor precisión matemática, y a guiarse por la evidencia observacional. Y así fue como, usando las observaciones de Tycho Brahe, descubrió que las órbitas eran en realidad “vulgares” elipses, y que el movimiento no era uniforme, sino que se aceleraba cuando la elipse estaba más cerca del Sol. Esto, aunque lo decepcionó, le permitió formular nada menos que 2 leyes de la naturaleza:
Astronomía Nova (1609):
“los planetas se mueven en torno al Sol en órbitas elípticas, uno de cuyos focos está ocupado por el Sol;
- los planetas se mueven en sus órbitas no con velocidad uniforme, sino de modo tal que una línea trazada desde el planeta al Sol barre siempre áreas iguales en tiempos iguales.” (en Tamayo, La revolución científica 230)
Posteriormente, en La armonía del mundo, Kepler añadirá una tercera ley. En esta, en palabras simples, se indicaba que el movimiento de los planetas era más lento a mayor distancia del Sol.
Harmonices mundi (1619):
- “el cuadrado del tiempo de la revolución de un planeta es igual al cubo de su distancia media respecto del Sol.” (en Tamayo, 233)
Con esta ley se reforzaba aún más la idea de que alguna fuerza, que operaba desde el Sol, causaba la órbita de los astros. De este modo, no solo iba más allá de la descripción, buscando una explicación, sino que también allanaba el camino para el descubrimiento fundamental de Isaac Newton: la ley de gravitación universal.
Continuar Parte II: Revolución cosmológica, revolución humana (II) – Galileo, Descartes y Newton
Referencias
- Koyré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. México: Siglo XXI, 2015. - Rosen, Edward (ed.). Three Copernican Treatises. Traducción propia. Nueva York: Dover Publications, 1959. - Pérez Tamayo, Ruy. La revolución científica. México: Fondo de Cultura Económica, 2014. - Torretti, Roberto. Filosofía de la naturaleza. Santiago: Ediciones Universitarias, 1998. - Kepler, Johannes. El secreto del Universo. Barcelona: Altaya, 1994.
Descarga
- Del mundo cerrado al universo infinito, Koyré (selección primera parte) - Three Copernican Treatises (en inglés, requiere registrarse para verlo completo)
Un pensamiento en “Revolución cosmológica, revolución humana (I) Copérnico, Bruno y Kepler”