Parte II. Continúa la revolución científica y la "destrucción del Cosmos" (Koyré). Una transformación no solo de la mirada del Universo, sino también del puesto del ser humano en el Cosmos. (Parte anterior)
4. Galileo: observa
“La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto.” (Galileo, El ensayador 63)
Galileo Galilei, copernicano como Kepler, también defendió un universo fundado en las matemáticas. El nuevo método, por consiguiente, debía atender al aspecto cuantitativo de todo lo observado, aplicando mediciones cada vez que fuera posible. No se diferenciaba, entonces, entre un mundo terrenal y otro celestial, sino que todo quedaba regido bajo el “lenguaje matemático” del universo.
Pero todo modelo o hipótesis matemática debía corroborarse en la experiencia. Esta confianza en lo empírico, lo condujo en 1609 a atender los rumores de un nuevo instrumento creado en Holanda: el perspicillum o telescopio. En pocos meses consiguió construir uno y perfeccionarlo para observar el cielo, iniciando la historia de un instrumento científico que no ha hecho sino ampliar el horizonte del universo ante nuestros ojos.
Sidereus Nuncius (El mensajero de las estrellas, 1610):
“Grandes en verdad son las cosas que en este breve tratado propongo a la vista y contemplación de los estudiosos de la naturaleza. Grandes, digo, sea por su excelencia intrínseca, sea por su novedad, jamás oída en todos los tiempos, sea en fin, por el instrumento mediante el cual esas mismas cosas se han hecho accesible a nuestros sentidos. (…) Sin duda es importante aumentar el gran número de las estrellas fijas que la humanidad ha podido contemplar hasta ahora mediante su visión natural, poniendo ante los ojos otras innumerables que nunca antes se habían visto…” (Galileo en Koyré, 87)
El perspicillum permitió ver estrellas tras estrellas. Crecía la evidencia a favor de una esfera sideral más profunda. Y aunque Galileo no tomó tanto partido como Bruno, sí se inclinó por la mirada de un universo inmenso en el que “las estrellas fijas son otros tantos soles” (Galileo en Koyré, 94).
Por otro lado, con la fuerza de la evidencia empírica, se plasmó el error de Aristóteles: los astros no son esferas perfectas, y no todo gira en torno a la Tierra. En efecto, Galileo observó una luna irregular, montañosa y con cráteres; un Sol que poseía manchas en su conformación; y, por último, 4 astros —hoy llamadas “lunas galileanas”— que orbitaban Júpiter, y no la Tierra. El modelo antiguo del cosmos se desintegraba a quien pusiera sus ojos en el telescopio.
A pesar de lo anterior, Galileo creía que podía conciliarse la filosofía natural y la ciencia empírica con el mensaje de las Sagradas Escrituras. Solo era necesario realizar observaciones y mediciones correctas, así como interpretar adecuadamente los textos bíblicos. Sin embargo, en 1632 en su obra Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (esto es, diálogo entre el geocentrismo antiguo y el nuevo heliocentrismo), inclinó la balanza por las ideas iniciadas por Copérnico, afirmando su realidad y no solo su uso como herramienta para el cálculo. Galileo no fue a la hoguera como Bruno, pero sí fue retenido por la Iglesia y obligado a retractarse de sus ideas.
Pero a pesar de esta censura, la evidencia presentada era ya inesquivable. Con Galileo la fuerza de la razón y la evidencia empírica comenzaban a triunfar por sobre la autoridad y la tradición. Y esto último, es nada menos que la esencia y corazón de toda la revolución científica:
Cartas a Marcos Welser sobre las manchas solares (1612):
“La autoridad de la opinión de miles no vale en la ciencia lo que un destello de razón en uno solo…. Las observaciones presentes despojan de su autoridad a los decretos de escritores pasados, quienes si las hubiesen visto habrían juzgado de otro modo.” (Galileo, en Torretti 93)
5. Descartes: mecaniza
Para Koyré, sin embargo, quien realiza la reducción matemática más radical de la Naturaleza, con un efecto clave en la mecanización del Universo, es René Descartes. Y es que con la clara separación de la res cogitans y la res extensa (la naturaleza o la física), puede exigir para ésta última una fundamentación matemática total:
“Que no acepto principios de física que no sean también aceptados en matemáticas, con la mira de probar por demostración todo lo que deduciré de ésos, y que estos principios sean tan suficientes que todos los fenómenos de la naturaleza puedan ser explicados por ellos.” (Descartes, Los principios de la filosofía 153)
Y junto con separar la res extensa del cogito humano, también lo hace respecto de la divinidad. Por supuesto, Dios sigue siendo el creador del Mundo, pero “el Dios de Descartes, frente a la mayoría de los dioses anteriores, no queda simbolizado por las cosas que ha creado; no se expresa en ellas” (Koyré 97). No hay voluntad de Dios en el movimiento dentro de la res extensa, las leyes creadas bastan por sí para mover por causas eficientes la totalidad de las cosas físicas. En otras palabras, el Universo queda purgado de voluntades o causas finalistas, rechazando así el antiguo modelo teleológico del aristotelismo:
“No hay que examinar las causas finales de las cosas creadas, sino solo sus causas eficientes.” (Descartes, 28)
A lo anterior se suma que, para Descartes, no existe en el espacio el vacío, sino solo la materia. La res extensa se identifica por completo con esta última, la cual es “una cosa que se extiende en longitud, latitud y profundidad” (Descartes). Es decir, el universo es un conjunto de figuras geométricas materiales, sin vacío, en donde todo, por consiguiente, puede ser reducido a un lenguaje matemático preciso: la geometría analítica. Descartes desarrolla en La Geométrie (1637) este lenguaje —el anhelado por Galileo— para permitir la lectura (y reducción) de todo el Universo a un conjunto de expresiones algebraicas.
La rigurosa expresión matemática del conjunto de figuras geométricas que colman la Naturaleza, sumada a la visión de movimientos ejecutados solo por causas eficientes, conduce a la concepción de un Universo análogo a una gran pieza de relojería. Y si bien Dios es el creador de este gran artificio, la res extensa de Descartes ya está separada y posee independencia, permitiendo instalar la idea de que el Universo opera bajo una mecanización total.
6. Newton: unifica
La revolución científica llega a su momento más alto con la obra de Isaac Newton, Principios matemáticos sobre filosofía Natural. Es la obra que consolida la destrucción del cosmos antiguo.
Basada en la observación y la matemática desarrollada por Newton, consigue unificar la totalidad del universo formulando 3 leyes del movimiento y una ley universal de la gravedad. Todo objeto, desde la manzana que cae del árbol, hasta el cometa que viaja en el cielo, se rige por dichas leyes. De ese modo, la antigua división cualitativa entre la Tierra y el Cielo, quedó remplazada por una mirada unitaria de todo el cosmos.
“Finalmente, si mediante experimentos y observaciones astronómicas aparece universalmente que todos los cuerpos en torno a la Tierra gravitan hacia la Tierra y eso en proporción a la cantidad de materia que respectivamente contienen, que igualmente la Luna, de acuerdo con la cantidad de su materia, gravita hacia la Tierra, que, por otra parte, nuestro mar gravita hacia la Luna, y todos los planetas unos hacia los otros y que los cometas gravitan de manera semejante hacia el Sol, entonces, como consecuencia de esta regla, hemos de admitir universalmente que todos los cuerpos cualesquiera están dotados de un principio de gravitación mutua” (Newton en Koyré, 164).
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Y de este mismo principio universal, Newton afirmará la necesidad de un universo infinito. Porque si el universo fuera finito -como afirma el modelo antiguo- debería observarse un colapso gravitacional de toda la materia hacia un único centro. Pero lo observado es que, al contrario, muchísimas estrellas se reparten en enormes distancias a lo largo del universo infinito, evitando dicho colapso:
“… si todo el espacio por el que se distribuye la materia no fuese más que finito, entonces la materia de la parte exterior de este espacio tendería por su gravedad hacia toda la materia del interior y, en consecuencia, caería hacia el medio de todo el espacio para formar allí una gran masa esférica. Ahora bien, si la materia estuviera uniformemente dispuesta en un espacio infinito, nunca podría reunirse en una masa, sino que una parte se congregaría en una masa, otra en otra, y así hasta formar un número infinito de grandes masas, dispersadas a grandes distancias unas de otras a lo largo de todo el espacio infinito.” (Cartas de Newton en Koyré, 173)
Sin embargo, y a diferencia de Descartes, el universo de Newton tiene vacío. En medio de un tiempo y espacio absoluto, coexisten la materia y la luz de tipo corpuscular con la inmaterialidad del vacío. Y esto se vuelve relevante en la medida que permite a Newton reservar un lugar para la divinidad. En efecto, argumenta, no puede ser material una fuerza que obra en la inmaterialidad del vacío para atraer los cuerpos a distancia:
“Es inconcebible que la materia bruta e inanimada, sin la mediación de alguna otra cosa que no es material, haya de operar sobre y de afectar a otra materia sin contacto mutuo.” (Cartas de Newton en Koyre 167)
Y aunque declare que no hará hipótesis de las causas de la gravedad (“Hypothesis non fingo”), sí irá más allá especulando sobre la expresión de la divinidad en esta fuerza y en el ajuste de perturbaciones gravitacionales que aún requieren solución dentro de su sistema del mundo. Para la filosofía experimental de Newton es una exigencia formar proposiciones basadas únicamente por inducción de la experiencia. Pero siguiendo la interpretación de Koyré, Newton consideraría al “Agente Inteligente” una divinidad “experta en mecánica y geometría” (Newton en Torretti) que intervendría dentro del mundo, ajustando “un reloj que atrasa”, un artificio que “exige una renovación constante de su dotación de energía” (Koyré, 251). Leibniz, rival histórico de Newton, apunta directamente a este asunto cuando critica a los newtonianos en su visión del Mundo:
“Es más, la máquina fabricada por Dios es tan imperfecta, según esos caballeros, que se ve obligado a limpiarla de tarde en tarde mediante un concurso extraordinario e incluso a repararla, a la manera de que un relojero repara su Obra; por tanto, ha de ser un artesano tanto más inhábil, por cuanto que se ve obligado con frecuencia a reparar su Obra y a ponerla punto.” (Leibniz en Koyré, 218)
De cualquier forma, tanto las perturbaciones gravitacionales, como el aspecto inmaterial de la gravedad, serán eliminadas por los postnewtonianos, acabando así con los últimos vestigios del viejo cosmos.
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Destrucción del cosmos antiguo
El Universo de Newton se vuelve el triunfador indiscutible. Pero los postnewtonianos borrarán la última huella pendiente del modelo antiguo: la intervención divina dentro del Universo. Por una parte, la gravedad pasa a ser un atributo de los cuerpos, una “pura fuerza natural, una propiedad de la materia” (Koyré, 254). Y por otra, las perturbaciones gravitacionales dejan de requerir ajuste divino.
Este último caso es el logro de Pierre-Simon Laplace, quien perfeccionando el cálculo diferencial, demostró que las perturbaciones de Newton no eran problemáticas, pues se compensaban en el largo plazo sin alterar las órbitas planetarias.
Esto mismo le permitió mecanizar a tal punto el Universo, que frente a la pregunta de Napoleón «¿Qué lugar ocupa Dios en su Sistema del Mundo?», éste respondió con su célebre:
“Señor, no necesito usar esa hipótesis.” (Laplace en Koyré, 255)
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En suma, ¿qué Cosmos resultó? Se acabó el universo cerrado y finito, el geocentrismo, el orden valórico-jerárquico dentro de la naturaleza y, por cierto, cualquier voluntad dentro del universo. El nuevo Cosmos aparece ahora infinitamente grande y abierto, sin centro alguno, matematizado en su forma, mecanizado en sus movimientos, y ajeno a toda causalidad finalista.
Complejo copernicano y nuestro puesto en el cosmos
La nueva cosmovisión no solo transformó la mirada de una élite intelectual, sino que alteró radicalmente la autocomprensión de todo ser humano. Y aunque el siglo XX cambió aspectos relevantes del universo de Newton, la falta de centralidad humana, la abismal inmensidad del universo y la desaparición de un fin inherente en este, son atributos que nos acompañan hasta el día de hoy:
“…que el hombre perdiese su lugar en el mundo o, quizás más exactamente, que perdiese el propio mundo en que vivía y sobre el que pensaba, [lo obligó] a transformar y sustituir no sólo sus conceptos y atributos fundamentales, sino incluso el propio marco de su pensamiento” (Koyré 6)
¿Ha encontrado el ser humano un nuevo puesto en el cosmos? Pareciera que aún busca un sentido en la nueva situación.
Sin embargo, en algunos casos, pareciera caer en una suerte de “complejo copernicano”: una desesperada e ilusoria compulsión a retornar a ser el centro de todo. Bajo ilusiones de protagonismo en micromundos tomados como totalidad, muchos se afanan —y en cierto sentido, toda la humanidad— por tomarse a sí mismos como lo más importante, a pesar de que la Naturaleza se muestra colmada de acontecimientos que sobrepasan nuestra acotada historia.
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Pero hay otras posibilidades. Una de ellas es la aceptación de nuestra pequeñez, pero no como equivalencia de insignificancia, sino como actitud de modestia frente a la realidad que se nos descubre. En ella no solo nos deparan incontables nuevos misterios a desvelar -como demostró la revolución científica- sino también un universo abierto en posibilidades, uno que nos interpela con más fuerza a plantearnos qué podemos llegar a ser.
Pues aunque Copérnico nos sacó del centro, también desencadenó una mirada hacia lo lejano, más allá de nuestros propios pies. Basta atender el nuevo espacio y tiempo cósmico para darnos cuenta de que solo somos una realidad naciente. Si miramos más lejos hacia el futuro —y obramos desde ya—, podríamos pensarnos como una especie que no solo puede crecer, sino también madurar, una que no solo aumenta su inteligencia, sino que también puede alcanzar una auténtica sabiduría. De ese modo, con la modestia de lo que nace y aprende, quizás podamos llegar a ser algo digno de este planeta, algo que resulte deseable que se expanda y viaje lejos, al nuevo horizonte abierto, donde brillan y esperan millones de estrellas.
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Referencias
- Koyré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. México: Siglo XXI, 2015. - Pérez Tamayo, Ruy. La revolución científica. México: Fondo de Cultura Económica, 2014. - Torretti, Roberto. Filosofía de la naturaleza. Santiago: Ediciones Universitarias, 1998. - Galilei, Galileo. El ensayador. Argentina: Aguilar, 1981.
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- Del mundo cerrado al universo infinito, Koyré (selección primera parte)
Un pensamiento en “Revolución cosmológica, revolución humana (II) Galileo, Descartes y Newton”