Zygmunt Bauman: sociedad de consumo

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Para Zygmunt Bauman vivimos en una “sociedad de consumo” [1], no una atenta por cumplir las exigencias básicas e inalienables de nuestro organismo, sino una que promueve en todos sus miembros integrantes la incesante búsqueda de satisfacción de deseos que ella misma crea y estimula para mantenerse en funcionamiento. Publicita y promete una “vida feliz” – satisfacción máxima aquí y ahora de todos los deseos- pero, a la vez, requiere frustrar sistemáticamente su cumplimiento definitivo para garantizar un deseo en constante movimiento. Sin embargo, esto aún no es lo más decisivo, “el secreto mejor guardado de la sociedad de consumidores” es que recompensará a todo individuo que participe de su lógica consumista con la inclusión social, pero no sin antes hacerle pagar el mayor costo de todos: transformarlo a él mismo en un atractivo producto de consumo.

La característica más prominente de la sociedad de consumidores –por cuidadosamente que haya sido escondida o encubierta- es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles (p. 26).

Sociedad y alienación del deseo

En primer lugar, es necesario comprender el consumismo como un atributo de la sociedad misma, más que del individuo. Se trata de un mecanismo por medio del cual le es extraída a éste su querer o deseo en general para transformarlo en una “fuerza externa” que sirva de impulso para el funcionamiento y las operaciones de la sociedad:

la capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar debe ser separada (“alienada”) de los individuos (…) debe ser reciclada/reificada como fuerza externa capaz de poner en movimiento a la “sociedad de consumidores” y mantener su rumbo en tanto forma específica de la comunidad humana. (p. 47)

Sin embargo, esta separación del deseo del individuo no es predominantemente conseguida por medio de una coerción sobre él, sino a través de la estimulación, multiplicación y seducción de sus apetitos y deseos ante la oferta publicitada de incontables y exaltados productos de consumo que, bajo una ilusoria promesa de felicidad y satisfacción, ofrecen la posibilidad de construir la propia identidad bajo la aceptación y pertenencia en la vida social con los otros.

 “Vida feliz” y perpetua frustración

Ahora bien, la efectividad de esta estimulación por medio de la promesa de la vida feliz, no son sino ilusiones construidas que jamás realizan plenamente lo que prometen en la imagen desde la cual se presentan. El individuo espera ser feliz por medio de grandes satisfacciones continuas. En un tiempo de tipo “puntillista” espera de cada momento la experiencia de un big-bang por aquello que se le ha ofrecido “con bombos y platillos” para ser consumido:

se cree que cada punto-tiempo entraña la posibilidad de otro big bang, y lo mismo se cree de los sucesivos, sin importar lo que haya sucedido en los anteriores y a pesar de que la experiencia demuestra que la mayoría de las oportunidades suelen ser erróneamente anticipadas o postergadas, mientras que la mayoría de los puntos resultan estériles y, cuando no, nacen muertos. (p. 53)

A pesar de la frustración posterior ante lo exagerado y la engañosa publicidad de la promesa de estas oportunidades, no hay una toma de conciencia o aprendizaje tras las múltiples experiencias de error, sino más bien un olvido sistemático. Este olvido queda garantizado por la inmensa oferta de nuevos productos a consumir, las nuevas “oportunidades de felicidad” por perseguir y la habituación (reafirmada por quienes mismo venden dichas oportunidades) de desechar rápidamente aquello que resulta ya frustrante u obsoleto.  En efecto, no se comprende plenamente el salto de uno a otro punto de consumo sin la contraparte de una facilitada eliminación de lo adquirido (lo nuevo es exaltado y valorado, lo viejo o antiguo despreciado e impulsado al desecho y recambio).

‘No llorar sobre la leche derramada’ es el mensaje latente en todos los comerciales que nos prometen un camino inexplorado hacia la felicidad. O bien el big bang ocurre ahora, en el momento mismo de nuestro primero intento, o no tiene sentido demorarse en ese punto en particular y es hora de dejarlo atrás y pasar a otro. (p. 57)

Son estos aspectos en conjunto, la oferta ilimitada de ilusiones de felicidad y  la posibilidad de eliminación inmediata y el olvido de sus correspondientes frustraciones, lo que permiten que no se rompa el ciclo de consumo y desecho (y el trabajo infatigable que se vuelve necesario para costearlo, al menos, para gran parte de la población). Este ciclo –acelerado por estos saltos incesantes- garantiza que la “fuerza externa” del deseo separado del individuo sea eficiente y no se paralice por una definitiva o plena satisfacción.

Es por esto que Bauman afirma que la sociedad de consumo necesita mantener, para sostenerse a sí misma y progresar, una contradicción en la vida de sus miembros. Mientras promete la felicidad -definida como satisfacción de todos los deseos posibles- mantiene el deseo en falta para un consumo en movimiento y, por consiguiente (y bajo sus propios términos de felicidad) conserva al individuo en una “perpetua” infelicidad (cf. p. 71).

Inclusión social y daño colateral: el ser humano como producto de consumo

El segundo aspecto – y probablemente el más relevante- es que para pertenecer y no ser excluido de la sociedad vigente, el individuo se ve inconscientemente forzado a volverse él mismo un muy buen producto de consumo en medio de la ya inmensa oferta existente y, para conseguirlo, consume productos que prometen trasladar su propio valor a aquel que lo adquiere:

“consumir” significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, lo que en una sociedad de consumidores se traduce como “ser vendible”, adquirir las cualidades que el mercado demanda o reconvertir las que ya se tienen en productos de demanda futura. (…) El material informativo de todos los productos promete –en letra grande, chica o entre líneas- aumentar el atractivo y valor de mercado de sus compradores. (p. 83)

Es de este modo como la sociedad de consumo evalúa constantemente a los individuos según su rendimiento consumista y su propia cualidad de ser objetos deseados para el consumo. Recompensa incluyéndolos gradualmente en los distintos y ascendentes estratos sociales, o bien penaliza excluyéndolos de estos hasta el punto máximo de dejarlos fuera como “inoperantes” para la sociedad. El consumo mismo se vuelve una adquisición de “emblemas” que indica a los otros, atrapados en la lógica consumista, la pertenencia o exclusión respecto de distintos grupos dentro de la sociedad.

La “sociedad de consumidores” implica un tipo de sociedad que promueve, alienta o refuerza la elección de un estilo y una estrategia de vida consumista, y que desaprueba toda opción cultural alternativa; una sociedad en la cual amoldarse a los preceptos de la cultura del consumo y ceñirse estrictamente a ellos es, a todos los efectos prácticos, la única elección unánimemente aprobada: una opción viable y por lo tanto plausible, y un requisito de pertenencia. (p. 78)

Lo anterior no sería viable sin el necesario momento de exhibición en el cual el construido “quién soy” se presenta a los otros para su aprobación (por lo general implícita) como un yo que “es alguien”, esto es, de importancia dentro del contexto de lo deseable y consumible. Esta exhibición que busca “saber venderse”, hace uso de todo tipo de medios para resultar atractivo, a tal punto que los individuos “se ven obligados a desplegar para la tarea las mismas estratagemas y recursos utilizados por el marketing” (p. 151). Esto es, se trata a sí mismo como una cosa a vender, una cosa que debe llegar a ser altamente deseada por medio de la imagen desde la cual se seduce a los demás. No resulta para nadie hoy una sorpresa esta característica manifestada en la exposición de la propia vida en las principales redes sociales que utilizamos.

Si tal deseo de aprobación llega a tales extremos, es posible conjeturar un subyacente temor a la exclusión, al aislamiento o, en otras palabras, a la falta de atención y deseo por parte de los demás:

la mayoría de nosotros en el mundo contemporáneo tenemos miedo de ser abandonados, de quedarnos solos, de perder el contacto con la vida que nos rodea. Es el miedo más importante que tienen las personas, está en nuestras peores pesadillas, aunque no lo digamos abiertamente: “estoy sólo, me han expulsado”. (*)

Así, en suma, podemos comprender cómo la sociedad se sirve de este temor radical para provocar un desenfrenado consumo que –más que la satisfacción del consumo en sí- promete la definición de sí mismo como algo exhibible y deseable frente a los otros. De este modo, sin embargo, el sentimiento de pertenencia resulta siempre ilusorio al estar fundado en una lógica de consumo en el que el trato de unos con otros no es sino un constante consumir y desechar. Esto resume en buena medida lo que Bauman considera finalmente uno de los principales “daños colaterales” de la sociedad en que vivimos, a saber, que nuestra “vida de consumo” establece y asegura “la transformación total y absoluta de la vida humana en un bien de cambio” (p. 162).


Notas

[1] A lo largo de esta obra Bauman realiza regulares contraposiciones entre la “sociedad de trabajadores” de la fase sólida de la modernidad, y la “sociedad de consumidores” propia y correspondiente de la fase líquida de la modernidad (o ya conocida en general como “Modernidad líquida”). Aquí me limitaré a una descripción directa de los principales rasgos de la “sociedad de consumidores” sin mayor referencia a la “sociedad de trabajadores”.

 Referencia

Vida de consumo, Zygmunt Bauman, Fondo de cultura económica 2007

– (*) Entrevista a Zygmunt Bauman, Jordi Évole, extraído 4/06/2017 de https://youtu.be/_EnGbibIGx4?list=PLkkhA4nmp01X2nXPWCYZMSMLSM7dOrw1S

 

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