La morada de la vida colectiva y el camino a la ciudad
No solo el ser humano ha demostrado históricamente su tendencia a vivir de forma conjunta, sino también muchos otros animales parecen tender a la vida gregaria. De igual modo, no solo el ser humano ha edificado y alterado su entorno, también otras especies han construido refugios y moradas colectivas. Insectos sociales capaces de crear hormigueros, termiteros y colmenas; u otros mamíferos con gran impacto ambiental, como los castores, con sus impresionantes diques y represas.
Aunque es cierto que las moradas colectivas del ser humano parecen tener una complejidad mucho mayor al del resto de las especies, no es del todo claro lo que las hace propiamente humanas. Tampoco resulta claro que sean algo necesario para el ser humano. No puede obviarse el hecho que éste vivió alrededor de 200.000 años como cazador recolector, trasladándose y obteniendo sus recursos sin poseer lugar fijo. Fue tan solo hace 14.000 – 11.000 años atrás que creó sus primeros asentamientos, y apenas hace 6.000 – 5.000 años – el 3 % de la historia del Homo sapiens – que logró edificar y vivir realmente en ciudades como tal.
Como se verá, siguiendo a Gordon Childe, Lewis Mumford y otros, no solo los primeros asentamientos y aldeas, sino sobre todo la «revolución urbana» o «la emergencia de la ciudad» provocarán un cambio tan importante que no tendrá comparación con ninguna otra especie.
1. Los primeros asentamientos y el desarrollo de las aldeas
i) Primeros asentamientos y el control de los alimentos
¿Cómo llegó el ser humano a establecer sus primeros asentamientos? Según las principales teorías, hace aproximadamente 12.000 años, tras la última glaciación y el paso al Holoceno, un clima más húmedo, cálido y estable llevó a la aparición de lugares con gran abundancia de recursos vegetales y animales.
En una primera etapa, estas condiciones favorables habrían empujado a adoptar una vida sedentaria. A quienes los arqueólogos llaman «cazadores recolectores acomodados», perdieron gradualmente la necesidad de trasladarse para conseguir sus recursos. El nivel de abundancia del nuevo medio natural lo hacía innecesario, permitiendo que familias y bandas —como los Natufienses— pudieran establecerse en pequeños grupos de cabañas en estos verdaderos «jardines del Edén».
Pero la abundancia no duró para siempre. En una segunda fase, estos mismos grupos sedentarios comenzaron a aumentar su población, viéndose paulatinamente presionados a obtener más recursos de los que el entorno natural —tal como estaba— les podía dar.
Es en esta situación de presión demográfica que el uso de técnicas de aprovechamiento de las tierras se volvieron apremiantes. En efecto, aunque estas técnicas eran conocidas hace mucho tiempo por los mismos cazadores recolectores, nunca había existido una necesidad tan imperiosa de utilizarlas y perfeccionarlas.
“El incremento de la población hizo que los natufienses tuvieran que extraer más recursos de la tierra. Esto implicaba una preparación más esmerada de los campos de cultivo, y al final determinó la adopción de un tipo de vida basado en una auténtica práctica de la agricultura y la ganadería, al menos en alguna de sus variantes” (D. Christian, 241).
Esto gatilló un proceso de desarrollo técnico que, aunque lento, fue constante e incesante. Desde la selección de especies vegetales y animales, al perfeccionamiento de las técnicas del empleo del suelo y las herramientas usadas. Este proceso milenario de larga duración es lo que Gordon Childe llamó «revolución neolítica» por la magnitud de sus efectos. Hoy también se la conoce como revolución agraria, y se trata de uno de los cambios más notables dentro de la historia de la humanidad.
“La primera revolución que transformó la economía humana dio al hombre el control sobre su propio abastecimiento de alimentos. El ser humano comenzó a sembrar, a cultivar y a mejorar por selección algunas yerbas, raíces y arbustos comestibles. Y, también, logró domesticar y unir firmemente a su persona a ciertas especies de animales…” (Childe, 97).
El control sobre la propia producción de alimentos gatillará transformaciones que afectarán por completo la vida humana hasta el día de hoy. Y si bien la revolución neolítica es más bien un efecto y no la causa de los primeros asentamientos, ésta obrará sobre las primeras moradas colectivas. En efecto, la consolidación de la vida sedentaria y el aumento de población, abrirán camino a la futura emergencia de las primeras ciudades y civilizaciones.
ii) Las primeras aldeas y la vida colectiva
Pero antes de llegar a la ciudad se transitó por las aldeas. Por todas partes se multiplicaron gracias al desarrollo de la vida agrícola. En la domesticación, se introdujeron animales de rebaño como el buey, la oveja e incluso el caballo. Las semillas se utilizaron de modo cada vez más sistemático, seleccionando aquellas más resistentes y eficientes (trigo, cebada, etc.).
Pero también en las primeras aldeas neolíticas surge la cerámica. Como se verá, sin estas nuevas formas de almacenaje de recursos, resultará difícil de explicar la acumulación de excedentes y el rol clave que jugarán en el origen de las ciudades.
La aldea también potencia la vida colectiva. Como señala Lewis Mumford, su acción colectiva trajo importantes beneficios en el ámbito social y reproductivo. Un caso relevante fue el mayor cuidado y atención que se les pudo dar a los niños gracias a la protección que ofrecía la aldea en su conjunto. Para Mumford no es azaroso que el símbolo de «aldea» en Egipto significara igualmente «madre», pues aquella ofrecía protección y crianza. Para la aldea, los niños no eran solo una carga más que trasladar (como ocurría en la vida nómade), sino que se volvían tempranamente una fuerza de trabajo que podía colaborar en el cuidado de campos o animales mansos. Como señala Gordon Childe, “si existen más bocas por alimentar, también se tienen más brazos para trabajar los campos” (102).
De una u otra manera, la vida colectiva aldeana intensificó el rasgo sinérgico de la interacción entre muchos individuos y su entorno, tanto en el presente como en vistas del porvenir.
“La aldea, en medio de sus parcelas de huertos y sus campos, formó un nuevo tipo de asentamiento humano: una asociación permanente de familias y vecinos, de aves y otros animales, de casas, silos y graneros, arraigados todos en el suelo ancestral donde cada generación formaba el abono para el siguiente” (Mumford, 23).
Sin embargo, a pesar de estas características, la aldea aún distaba mucho de lo que llegaría a ser una verdadera ciudad. La aldea, a pesar de sus intensificadas interacciones internas, se mantenía como una comunidad relativamente aislada, independiente y sin grandes diferenciaciones en su estructura urbana y social.
Si bien existían distintas labores entre hombres, mujeres, niños y ancianos, no existía una compleja división del trabajo, ni tampoco la estructura social propia de castas y clases, que serán rasgos propios de la ciudad. Esto último también se veía reflejado en la estructura física de la aldea: todas las viviendas eran iguales, solo se podían reconocer algunos pocos edificios diferenciados, como el almacén comunitario de excedentes.
El aislamiento e independencia de la aldea se reflejaba en su falta de interacción con otras comunidades. Si bien existieron intercambios, no se trató nunca de un comercio constante y sistemático como ocurrirá con las ciudades. Tampoco hubo guerras, conquistas y dependencias entre aldeas, por mucho que haya evidencia hoy de muros (p. ej. Jericó). En efecto, como señala Mumford, la “lucha de grupos independientes y políticamente organizados” no se dará sino cuando surja la ciudad. El caso de los muros se interpreta hoy como defensas contra la naturaleza (inundaciones, depredadores), y no protecciones contra otros poblados con los cuales se haya interactuado.
Ahora bien, por otra parte, tampoco la aldea llegará a evolucionar en ciudad únicamente creciendo, aumentando su tamaño o su población. En esto coinciden tanto Mumford como Max Weber en su estudio sobre la ciudad. Si bien la cantidad y los tamaños jugarán un rol en el camino a la ciudad, no es el decisivo:
“En la Rusia actual existen ‘aldeas’ con muchos miles de habitantes mucho mayores que muchas ‘ciudades’ antiguas (…) que no contaban más que con unos cuantos centenares de vecinos. El tamaño por sí solo no puede decidir” (Weber, 1068).
“Así, la transformación de la aldea en la ciudad no fue un mero cambio de tamaño y escala, si bien estos dos factores intervinieron en el proceso. Fue, más bien, un cambio de dirección y de meta, manifestado en un nuevo tipo de organización” (Mumford, 95).
Mumford apunta a una nueva “organización”. Para avanzar hacia la ciudad no bastan las cantidades, que pueden llevar a la repetición de lo mismo (multiplicación de aldeas). Sin embargo, tanto la vida agraria, la mayor población y la acumulación de excedentes pueden abrir la posibilidad de que emerja un orden distinto cuya configuración interna permita la aparición de algo totalmente nuevo.
3. La emergencia de la ciudad
i) Ciudad: emergencia y organización
“En la evolución emergente, la introducción de un nuevo factor no se limita a aumentar la masa existente, sino que produce un cambio global, una nueva configuración que altera sus propiedades. Se hacen visibles, entonces, por primera vez, potencialidades que no podrían reconocerse en la fase preemergente” (Mumford, 48).
La ciudad emerge, entonces, no por el mero aumento de población o recursos, sino por un factor decisivo que modifica por completo sus características. Este factor, como indica Mumford, estará radicado en una capacidad de organización “nuclear” que dirigirá las nuevas fuerzas y recursos que se han acumulado a lo largo de la revolución neolítica.
Por supuesto, el nuevo factor hace referencia a un rasgo notable o decisivo dentro de una serie de condiciones y desarrollos que resultan también de gran importancia.
En efecto, la “revolución urbana” se dio en un entorno favorable a la agricultura, en medio de grandes valles fluviales (Nilo, Tigris, Éufrates, Indo, Hwang-ho) los cuales fueron crecientemente aprovechados gracias al gran desarrollo de técnicas y sistemas de regadío (obras de irrigación, canales, represas, norias). Igualmente, como ya venía ocurriendo hace tiempo, se perfeccionó la selección de vegetales más resistentes para distintas estaciones del año y mucho más aptos para un almacenaje prolongado.
Relacionado con lo anterior, además, se desarrolló una nueva tecnología fundamental para la administración de los recursos acumulados: la escritura. No deja de ser notable que los primeros escritos de la humanidad, descubiertos en Uruk, hayan surgido para controlar mejor los excedentes.
Pero esto no es todo, más tecnologías impulsaron el nacimiento de la ciudad: el arado con animales de tiro, la construcción de caminos, el uso de la rueda para carretas, o el paso hacia las herramientas de metal (más resistentes, efectivas y duraderas).
Aun así, de todas maneras, el punto decisivo para la emergencia de la ciudad fue la capacidad de dirección centralizada. Ésta permitió una comunicación y organización efectiva para llevar a cabo todos estos grandes desarrollos de manera suficientemente coordinada.
“… como ocurre en la célula viva, el núcleo organizador fue de importancia fundamental para orientar el crecimiento y la diferenciación orgánica del conjunto” (Mumford, 151).
ii) Ciudad: origen del núcleo organizador
Pero, ¿cómo se formó este núcleo organizador? La acumulación de excedentes fue crucial. Esta hizo posible liberar el trabajo centrado en la producción de alimentos a muchos individuos, permitiéndoles especializarse en muchos trabajos y funciones, incluyendo aquellas constitutivas del centro director.
“… sacerdotes, príncipes, escribas y funcionarios, y por un ejército de artesanos especializados, soldados profesionales y trabajadores de diversos oficios, todos apartados de la ocupación primaria de producir los alimentos” (Childe, 201).
La gran división del trabajo permitió la formación de técnicos capaces de desarrollar invenciones, así como también de contar con una basta mano de obra para las grandes construcciones. Pero también posibilitó el establecimiento de una casta o clase privilegiada que se transformó en el núcleo de gobernanza y organización de las grandes poblaciones.
Si bien es posible pensar una ciudad como un sistema sin necesidad de un poder central que lo organice (un sistema puede organizarse efectivamente por múltiples núcleos o redes), históricamente es un hecho que las ciudades nacieron siempre dirigidas por un núcleo dominante de la totalidad.
Las clases privilegiadas que lo componían tomaron cada vez más control sobre los excedentes acumulados, adquiriendo en cierto punto un gran poder sobre todo el resto de la población.
Y aunque tanto Childe como Mumford no ponen en duda que esta toma del poder y apropiación de los recursos fue principalmente coactiva y violenta, también señalan la importancia del factor religioso en el dominio de la población. Para Mumford el origen de la estructura de la ciudad no se entiende solo por las estructuras urbanas del gran almacén (excedentes) y el palacio (poder político), sino también y especialmente por el templo (sacerdocio).
Este es un patrón común en toda ciudad antigua, demostrando que no solo vía armada se impuso el orden del conjunto, sino también a través de una especie de legitimidad religiosa que justificaba a la autoridad en virtud de su supuesta ligazón con la divinidad.
“Para lograr la obediencia voluntaria, sin un innecesario desgaste por la constante vigilancia policial, el órgano rector debe crear una apariencia de beneficencia y ayuda, suficiente como para despertar cierto grado de afecto, confianza y lealtad” (Mumford, 60).
Se pasa, entonces, de una aldea de «vecinos», a ciudades con autoridades divinizadas, cuya palabra era ley y dirección inmediata para sus «súbditos». Y toda tentación de ir contra el orden establecido, fue rechazado tanto por un ejército organizado, cercano a los grupos más privilegiados, como por la misma estructura de la ciudad con su ciudadela protectora del núcleo urbano esencial (almacén, palacio, templo).
Sobre este último punto cabe destacar que si bien la ciudadela fue una defensa frente a invasores o saqueadores externos, su origen primitivo, señala Mumford, estuvo siempre centrada en “las depredaciones puramente locales” (59). De este modo, la población general quedaba siempre excluida físicamente de los lugares sagrados y de poder del núcleo urbano.
iii) Ciudad: implosión y expansión
Así, entonces, el poder nuclear provocó una verdadera «implosión interna» que mantuvo constantemente “las partes integrantes de la ciudad en un estado de tensión dinámica e interacción” (Mumford, 51).
Sin embargo, la ciudad también entró en un proceso expansivo. Por un lado, por medio del dominio sobre otros grupos extranjeros. Por otro, a través del intercambio y el comercio.
En el caso de las relaciones de dominio, se manifestaron en el pago de tributos, la captura y obtención de esclavos, el ataque a poblados desobedientes, o las guerras incesantes entre ciudades por disputas de territorios y recursos.
En lo que respecta al comercio, se desarrolló un importante intercambio sistemático que, como señala Childe, se trató de algo que iba mucho más allá del mero intercambio de mercancías. El movimiento entre ciudades implicó mano de obra, técnicos, funcionarios y, por supuesto, conocimientos y nuevas ideas.
“… esta clase de comercio no consiste, ni ha podido consistir nunca, en el mero transporte de los fardos de mercancías (…)..el comercio es verdaderamente un medio de intercambio, una cadena por la cual se pueden propagar las ideas a una escala internacional ” (Childe, 211-212).
Es así, alejándose del relativo aislamiento de las aldeas, que la ciudad se ramifica más allá de sus fronteras. Y si bien es cierto que las aldeas seguirán multiplicándose incluso en mayor cantidad que las ciudades (hasta por lo menos el siglo xix), estas estarán siempre subordinadas a este nuevo lugar de poder y dirección.
“… las pequeñas células aldeanas comunales, indiferenciadas y simples, cada una de las cuales cumplía por igual cada función, se convirtieron en estructuras complejas organizadas de acuerdo con un principio axial, con tejidos diferenciados y órganos especializados, y con una parte, el sistema nervioso central [la ciudad], que pensaba por el conjunto y lo dirigía” (Mumford, 57).
iv) Ciudad: entorno y naturaleza
Así como las clases privilegiadas resguardadas en la ciudadela representan el núcleo de la ciudad, la ciudad en su conjunto se va transformando en un centro organizador que tiende a la búsqueda del control sobre el entorno en el que existe. Pero el entorno no son solo las demás aldeas y ciudades, el entorno es también la misma naturaleza en general, que se vuelve crecientemente un lugar de extracción de toda materia requerida para las necesidades de la ciudad.
Esta idea la menciona Childe al referirse a la ciudad como un instrumento dedicado a “la extracción y concentración de los excedentes”. De modo similar, Mumford llega a compararla a una «megamáquina» dedicada a operar sobre el medio natural en la que surge.
Ahora bien, es cierto que no se puede reducir la ciudad a una mera máquina («las casas forman la urbe, pero los ciudadanos forman la ciudad», recuerda Mumford a Rousseau). Sin embargo, no puede negarse que desde la emergencia de la ciudad se origina un verdadero sistema tecnológico, una máquina altamente compleja, orientada a controlar la naturaleza para su propia subsistencia y crecimiento.
La ciudad como una compleja red adaptativa desencadena una activa intervención sobre el lugar en el cual existe. Extrae recursos, modifica entornos, elimina obstáculos y expande sus fronteras en todo ámbito. Enfrenta condiciones físicas naturales, otras especies animales, otros poblados humanos, e incluso busca formas de superar los límites dados en la propia naturaleza humana. ¿No son las pirámides el intento por superar la naturaleza mortal del ser humano?
Sin cesar hasta hoy, las fuerzas que se desencadenaron en el pasado se organizaron y multiplicaron a lo largo de la historia de la ciudad. Con estas, la relación con el entorno ha abierto una verdadera pugna por transformar y reformar la naturaleza. Esta característica, como es evidente, no se asemeja al nivel de relación con la naturaleza que tienen otras especies, o el mismo ser humano en sus inicios. La ciudad emerge como una complejidad nueva, cuya capacidad adaptativa y expansiva, no tiene comparación en lo que respecta a la relación con su entorno y la naturaleza.
“Hasta las gigantescas fuerzas de la naturaleza fueron sometidas a una dirección humana consciente: decenas de miles de hombres se ponían en acción como una sola máquina bajo un control central y construían acequias, canales, montículos urbanos, zigurats, templos, palacios y pirámides, en una escala hasta entonces inconcebible (…) A través de la ciudad, el hombre y la naturaleza coincidieron en una nueva unidad: a medida que los hombres se volvían más poderosos mediante la cooperación en el dominio de las fuerzas naturales, la propia naturaleza se tornaba más atenta, más sometida a la marca y al designio del hombre” (Mumford, 56-59).
Referencias
– La ciudad en la historia, Lewis Mumford, Ed. Pepitas de Calabaza (digital)
– La gran historia de todo, David Christian, Ed. Crítica (2019).
– Prehistoria, el largo camino de la humanidad, Fernández Martínez, Ed. Alianza (digital 2014).
– La ciudad (en Economía y Sociedad), Max Weber, Ed. Fondo de cultura económica.
– El origen de la civilización, Gordon Childe, Ed. Fondo de cultura económica (2a edición 1997).
Recursos
– Orígenes de la ciudad PDF (selección de La ciudad en la historia, Lewis Mumford)
– Visita Catal Hoyuk por Street View. Uno de los primeros asentamientos. Anatolia (Turquia)
Un pensamiento en “El origen o la emergencia de la ciudad”