El prejuicio de la antigüedad clásica contra la mujer filósofa
En la búsqueda histórica, dentro de la antigüedad clásica, de referentes o modelos para fomentar la filosofía entre las mujeres, nos encontramos prontamente con un obstáculo mayor. No sólo chocamos con una lamentable escasez de fuentes disponibles, sino que además nos encontramos por doquier con un discurso en el cual a la mujer se le niega, de una u otra manera, el acceso a la filosofía.
En la Grecia y Roma de la antigüedad, la mujer tiene asignado, en primer lugar, un rol social limitado (“dueña de casa”) que dificulta enormemente su educación y restringe su participación en la vida ciudadana. En segundo lugar, y acaso lo más grave, se ve apresada por un prejuicio generalizado en el cual se considera que por naturaleza no está bien dispuesta para la filosofía y las tareas de la razón. Simone de Beauvoir, en el inicio de su obra El segundo sexo, expone este prejuicio en las palabras del propio Pitágoras:
“Existe un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer.” (Ss 11)
Ejemplos como éste abundan en la literatura y la filosofía antigua. Sin embargo, también es posible encontrar algunas luces (aunque escasas) que permiten contrariar estas nefastas opiniones. Si bien esos casos ejemplares no son totalmente perfectos –en el horizonte de nuestras actuales exigencias- sí consiguen poner en cuestión prejuicios arraigados de su propia época y que, aunque parezca sorprendente, aún conservan vigencia en algunos sectores de la sociedad hasta el día de hoy. Así es como podemos encontrar, por suerte, palabras como las que siguen en el siglo I d.C.:
“El mismo raciocinio han recibido de los dioses las mujeres y los hombres, el que utilizamos en las relaciones mutuas y con el que discurrimos sobre cada cosa si es buena o mala y si es hermosa o fea. (…) el deseo y la buena disposición natural hacia la virtud residen no sólo en los hombres, sino también en las mujeres.” (Df III-9)
Estas son palabras del filósofo estoico y romano Musonio Rufo, para quien, como se revisará a continuación, mujeres y hombres poseen por naturaleza la misma razón, disposición y capacidad para pensar y educarse, para filosofar y formarse como seres racionales y virtuosos.
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